jueves, 6 de agosto de 2009

Una gran porción de queso en el cielo iluminaba la ciudad. Y ella a él lo odiaba. Había jurado no amarlo en sus lágrmas, no esperarlo en las fotos. Humedeció sus labios con el fuego de un licor que encendía lentamente la amargura en su garganta; aflojaba algunos nudos y adormecía aquella lengua que tanto había mentido.
Ella a él lo odiaba, aunque luego de tres largos tragos, tal vez lo odiaba menos. Respiraba aquellas huellas que dejaron al pasar, renacía las heridas que tanto la hicieron llorar. Y siguió bebiendo, y recordando, y otro trago más. Ya sus nudos estaban desatados, el licor se deslizaba sin que nada lo hiciera tropezar. Empapada de mareos y nostalgia, decidió no odiarlo más. Y lo amó en sus lágrimas, lo esperó en las fotos. Hasta que sus ojos se cerraron: el licor la desmayó. El odio esperaba ansioso, sabía que en un descuido volvería a entrar.
Ya se había esfumado el queso, el calor de la mañana lo derritió. Ella dormía. El odio le golpeaba la cabeza para poderla despertar. Y en el bostezo de otra vieja resaca, se colaron la amargura y los nudos; y ella a él lo odió.

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